El cuento de la Bicicleta Roja siempre genera risas
(archivo de Rosa Isturiz)
Amanecía
cuando abrí los ojos y la vi quietecita junto a la pared, sus rines niquelados
despedían destellos y la enorme luna trasnochadora correteaba entre nubes en
los estertores de la noche. Emocionado me incorporé de la cama, me aproximé al
obsequio del Niño Jesús. Palpé el suave asiento, constante lo elevado que
estaba respecto a mi estatura; sentí en la frigidez del metal latidos
acompasados o tal vez los míos penetraban aquella estructura metálica. Después
de grandes esfuerzos me senté en aquel indómito artefacto. Estrepitosamente caí
al suelo, con lagrimas en los ojos pensé más en el daño que puede causar a la
bicicleta que en mi dolor… No me atrevía a encender la luz; mis hermanos lo
hicieron y entonces pude verla claramente: ¡era roja!. Con ese rojo tan hermoso
que había visto en los labios de las mujeres, roja como la bandera de mi
patria.
-Tienes fiebre de 40 grados- dijo Luis
Alberto con un tono de voz sarcástico y burlón.
Alirio observaba en silencio el
deplorable espectáculo que brindaba gracias a mi impericia; avergonzado me
incorporé del suelo y de uno de ellos levantó la bicicleta que había salido
ilesa del accidente.
Haciendo caso omiso a las burlas, me
dirigí a ellos;
-¡Mira, el Niño Jesús me lo trajo porque
me porté bien!
Me la arrebataron de las manos,
zigzaguearon raudamente por la casa sin tropezar con ningún obstáculo; el rache
sonaba con mil campanitas de Navidad incrustadas en los acerados dientes. Me
imaginé surcando los alrededores en mi flamante bicicleta, tal vez mi magia
infantil la hiciese volar sobre el techo de la casa o quizás un país enemigo
invadiera el país y yo tendría que atravesar las líneas enemigas hasta
encontrar las propias libertadoras.
-¡Vamos a la calle, quiero aprender a
conducirla!
-¡Estás loco, todavía no ha amanecido, a
las ocho de la mañana te llevaremos al solar del catire Ricardo para que
practiques!.
Apagaron las luces ante el llamado de mi
padre que seguramente se acababa de acostar, dejaron la bicicleta cerca de la
puerta de la habitación, pero mil pensamientos cruzaban por mi mente. Tuve
miedo de que alguien penetrase a la casa y se la robara: la introduje al cuarto
y la acosté en la cama, la cubrí con mis sábanas para protegerla del frio y me
recosté contra la pared aguardando el amanecer.
La bicicleta roja relumbraba bajo la
tenue luz de la aurora, sentí el suave olor de metal nuevo, sus cauchos vírgenes
pedían a gritos caminos para recorrer, el olor a grasa nueva penetraba mis
fosas nasales y hasta podría afirmar que logré interpretar en la estructura de
aquel artefacto los más escondidos pensamientos del obrero que contribuyó a su
forja. El tiempo parecía detenido, el péndulo del viejo reloj a torturarme;
sentí miedo de que no amaneciera nunca. El sol podía negarse a salir, decían
que por el poniente tenía una novia de hermosa cabellera y que el día menos
pensando podría irse con ella y recorrer caminos. Tuve miedo de que eso fuese
cierto. Me imaginé el firmamento con un enorme hueco en el espacio y la
negritud de una noche eterna; recé un padrenuestro para que eso no fuese
posible. La maestra nos había hablado de un lugar muy lejano donde la noche duraba
seis meses. Sentí pena por los niños de ese país: tendrían que aguardar medio
año para jugar con sus bicicletas, zarandas y pistolas; menos mal que aquí
pronto amanecería…
De pronto el pataruco que no pudieron
matar el día anterior dejó escapar su grotesco canto, me incorporé y lo vi con
su hermosa cresta roja saludar el día. Salí a la calle con la bicicleta, fui a
la casa de Darío, logré levantarlo de la cama y nos dirigimos al solar donde
por vez primera monté ese potro indómito. Luego de numerosas caídas logramos
doblegar la voluntad del artefacto metálico, pedaleábamos con cierta seguridad
y entonces nos atrevimos salir a la calle. Una anciana venía de misa y no pudo
esquivar mi embestida, lancé un grito de rabia y miedo cuando surqué los aires;
el misal y el rosario de la señora se hundieron en el lodazal formado en medio
de la calle de tierra, con varios raspones en los brazos me incorporé lo más
rápido que pude e ignorando las maldiciones de la vieja me alejé en mi
bicicleta roja calle abajo.
Excelente. Era una bicicleta sin rueditas.
ResponderEliminarBuenos días, me sorprendió ver este cuento de mi autoría en esta página. Los personajes que aquí aparecen fueron tomados de la realidad, efectivamente tuve mi bicicleta roja y los acontecimientos sucedieron más o menos de esa forma. Atte. ramiro moreno calvete
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