Nunca imaginé que una acción sencilla, un pequeño esfuerzo por satisfacer mi curiosidad, sería el causante de sonrisas, alabanzas y hasta desprecio de algunos catedráticos, en especial de aquellos que tenían una fe ciega en su labor archireconocida. Lo que me pasó no es más que una cuestión de casualidad, una evidencia de la influencia de los astros a la hora del nacimiento.
Recuerdo
la tarde cuando le comuniqué al jefe de reporteros que anhelaba desentrañar las
historias de esos rincones, que a veces por pereza se convierten en invisibles,
también porque la ciudad podía ser muy grande pero pasaba siempre lo mismo y
allí en los extramuros están los orígenes de esta desconstrucción que vivimos.
Su respuesta fue un rizo de ironía colándose entre sus dientes, me habló de
gasto de recursos y eficiencia, pero que si la quijotada era tan grande en mí,
que procediera, total pensaba en darle un vuelco a la línea editorial.
Mis
aspiraciones me condujeron a las afueras de la ciudad, un arrabal olvidado por
la gracia de Dios llamado “Paso Largo”. A medida que me acercaba iban
desapareciendo las espaciosas casas, iniciándose una etapa poco conocida de la
multifacética ciudad. Al llegar a la comunidad, sólo se distinguían unos
cuantos camiones que iban y venían de las fincas cercanas, dejando a su paso
estelas de polvo. Un calor del demonio se apoderaba de las calles, me imaginé
que la gente estaba en su casa refrescándose sentados frente al televisor con
una cerveza acogida en las manos y el ventilador a máxima potencia, ya que no
llegué a ver algún acondicionador de aire en mi travesía. Al fin observe a una
mujer mayor de mal aspecto, enjuta ya, de cabellos blancos, le calculé unos
setenta años.
Logré
abordar a la señora, entrando inmediatamente en conversación con ella. Se
llamaba Eva María, la madre de la familia, quedó viuda a la edad de veinte
años. Siempre protegida por su madre cuando niña y por su esposo Juan Gregorio
durante seis años antes de que la vida lo separara de su lado, según ella todo
el mundo que conocía era a través de éste; luego de eso se casó por segunda vez
con José Abraham. No era setenta su edad sino alrededor de cuarenta años, eso
me dejó anonadado, ¿Cómo podría haber envejecido tan prematuramente?
Me
comentó que tenían dos hijos Gregorio y Juana, ambos del primer matrimonio,
convivía sólo con la última a razón de un altercado entre su hijo mayor y su
actual esposo, según ella me comentó. Su casa era una suerte de cuchitril de
cuatro láminas de zinc, un techo apenas visible, una puerta destartalada, no
llegué a ver el interior de la casa, pues me dejó bien claro desde el principio
que la entrevista sería allí en el frente mientras le daba de comer a las
gallinas, “las cuales nunca aparecieron”.
Eva
María contempló mi cámara por unos segundos, advirtiéndome que si le tomaba una
foto me arrancaba la cabeza de un machetazo.
_
¿Es que ud. no sabe que eso roba el espíritu? ¡Ese es un artefacto del demonio!
Tales
afirmaciones eran previsibles en un lugar como ese, en donde para poder
encender la nevera de seguro que se debía apagar el bombillo. Hasta entonces
nada de eso me había inmutado, ni siquiera que la señora cambiará de actitud
inesperadamente, llegando en uno de esos cambios emotivos a advertirme que
debía irme antes de que se ocultará el sol, pues su esposo podría comportarse
de manera agresiva con ella si llegaba a ver otro hombre en su casa, a lo que
le dije:
_
Por favor señora, si él llega antes de que yo me vaya, me encargaré de
contentarlo. Además, él puede ayudarme a terminar el reportaje. Pero
lo más probable, es que no sólo me tendría que colocar los guantes con el
furioso hombre sino también con media comunidad, seguro serían buenos tiradores
de piedras.
Ya
me disponía a partir pero de pronto escuche ciertos quejidos, algo así como una
mujer en pleno orgasmo. Ante mi inquietud, Eva me dijo que solo era su hija
Juana, que estaba loca, que no le prestará atención pues los gritos era por un
problema de sordomudez que tenía desde niña. Decidí que lo mejor era investigar
la situación, no obstante, se llegaba la hora de alzar el vuelo, tomé mis cosas
y me despedí de la señora, al preguntarle cuando podría venir de nuevo me dijo
aquellas palabras casi mudas, como entre dientes:
_
“En el próximo paso de luna”
Luego
de pasadas tres horas volví al humilde ranchito. La noche y el frío se
apoderaron del cielo en un pueblo absorto en el silencio. Rodeé sigilosamente
la casa, unos gritos empezaron a emerger inesperadamente de la misma, ya no
eran los gemidos semieróticos que había escuchado por la tarde; golpes de una
correa resonaban sobre un cuerpo, pensé inmediatamente en el marido de la
mujer, seguro se enteró de mi presencia en horas de la tarde, ¡El energúmeno en
acción!, lo que me elevó la sangre, tenía ganas de derribar la puerta y detener
la barbarie de aquel hombre. Los gritos iban creciendo en intensidad; me
sorprendí de que nadie – ni siquiera el vecino – pareciera alarmarse por
aquella brutalidad, la mayoría de las luces de la comunidad estaban apagadas lo
que le daba un cierto aire de barrio fantasma al lugar, sólo las pocas luces de
la calle y la de la luna llena. Los gritos continuaban, me acerqué más y más
lentamente, al llegar detrás de la casa me asomé por una pequeña abertura entre
las láminas, la victima no resultó ser Eva, para mi sorpresa era la victimaria
que descargaba con todas sus fuerzas la ira sobre su hija, estando ésta atada a
la cama. No vi señas del esposo por ningún lado de la deplorable vivienda.
Apunté la cámara y tomé unas cuantas fotos. Debía partir pronto o seguro los
policías me detendrían, el barrio no era zona segura y yo pasaría fácilmente
por un sospechoso.
Agotada
de asestar varios latigazos sobre su hija la mujer se retiró hacia el fondo y
abrió la nevera. Mientras escuchaba los llantos y rezos de Eva implorándole al
Señor que la perdonará, pues ella era simplemente victima de sus designios,
adentré mi vista aún más por la abertura; hasta entonces no había conocido la
severidad del miedo y un corazón con tal ritmo, con los ojos fijos en la escena
casi sin respirar mi humanidad cayó inmolada, una fría sensación recorrió mi
espalda despuntando mi cabello y provocándome una insoportable sensación de
angustia que se apoderaba con gran intensidad de mis órganos. Eva, la frágil y
tímida señora de aspecto loable, sostenía entre sus pequeñas manos un frasco
lleno de algún líquido transparente y dentro del mismo una cabeza.
Ya
ha pasado cierto tiempo de aquella dantesca situación, recuerdo con memoria
fotográfica los hechos del siguiente día, la exclusiva que me valió mi
jactancioso premio. Los efectivos policiales iban enfilando más de una cuadra
de cuerpos sacados de las casas de ese barrio fantasma, cada uno al parecer
víctima de la locura de Eva María “La Casilda de Paso Largo”, así la apodé en
analogía a la iracunda esposa que luego de la maldición pre mortem de su madre
se convertiría en el espectro más aterrador de la llanura venezolana. Aún hoy
recuerdo las palabras que le profirió a la cabeza en el frasco:
_
“José Abraham, malditos tú y toda tu generación de hombres”
Terrorífico, pero empiezas y no puedes dejar de leerlo. Un abrazo, Isaías.
ResponderEliminarPor la difusión de todo tipo de literatura y poesía he nombrado a este blog de Isaías Medina para el premio Dardos. Los detalles en el enlace. http://wp.me/p3SGuQ-bR
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